Por Juan Antonio Rosado
Muchos días después, ambos amigos llegaron a la ciudad. Los recibió una leve tolvanera. Polvo, polvo, nada del otro mundo.
—Mi casa está cerca del Mercado de la Merced, hacia allá —Tomás estiró el brazo desnudo y señaló con el índice—. Todavía falta. Hay que treparnos en el Metro.
—¡Viva México, hijos de la chingada! —se escuchó a lo lejos un grito aguardentoso, grave, ronco y lastimero a la vez.
Los amigos subieron a la línea 1 del Metro y pronto se encontraron rodeados de comerciantes: algunos pregonaban; otros miraban televisión. La gente hormigueaba en todas direcciones y las prostitutas aguardaban al cliente con paciencia. Tras un largo recorrido por la vida, la historia y la lectura, el capitán Lemuel Gulliver sufrió otra severa crisis de identidad. Tomás le llamaba ex Gulliver, o peor aún, Rodrigo Vergulli, ¿su nombre verdadero?
Mientras se acercaban a su destino, en medio del olor a grasa quemada de los puestos de comida, en el hormigueo de sudor incesante, de gritos y pregones de voces gangosas, nasales, agudas, ambos recordaron el intenso día en que estuvieron a punto de ser linchados por una turba inconforme con sus relatos. Entre la amena plática, ya cerca de La Merced, Tomás y Rodrigo atisbaron el edificio más gris y desgastado de la colonia, donde Tom tiene su departamento, no menos gris y desgastado. Antes pasaron a ver a dos antiguas amigas: Juana y Vanessa.
—Vivo en ese edificio, querido ex Gulliver. Pero antes vamos con unas amigas.
—Me llamo Rodrigo. Ya basta de decirme ex Gulliver, Yani Benso, o mejor Menso, sí, mejor.
—Bueno, pero ya no soy Yani. ¡In-sis-to! Mi nombre es Tomás, Tomás Moro.
—Bien, sólo no pierdas la cabeza, ja, ja.
—Tu chistecito me parece de mal gusto —Tom arrugó su pálido rostro— y está muy trillado.
Rodri y Tomás se acercaron a dos muchachas con minifaldas y escotes pronunciados.
—¡Juanita! ¡Vanessa!
—¡Qué milagrote, güey! ¿Hace cuánto que no te aparecías por acá?
—Vengo con Rodrigo.
—¿Ah, sí? ¿Luego de que nos abandonas? Eres un cabrón, pinche Tom.
—Ya, ya, no seas exagerada, güe. Vengan por una semanita a mi casa.
—¿Qué dices, Juana? ¿Vamos con Tom?
—Si la gratificación es güena...
—Lo único molesto es el ruido de las calles.
—Está bien. Antes necesitamos algo de ropa decente.
El departamento se hallaba sucio, revuelto. Pocos muebles y mucho polvo; las paredes, vacías. Limpiaron, barrieron, trapearon; Juana lavó los trastos.
—¿Vaya utopía! —exclamó Tomás.
Al cabo de dos días sin comer, los cuatro vieron perplejos cómo de súbito una tarjeta de plástico salía con lentitud del techo, emitiendo un leve pero agudo chillido, hasta caer y rebotar contra el piso. El anfitrión se precipitó a recogerla:
—¡Es una tarjeta bancaria! —exclamó.
—¡Una TC!
Se escuchó una poderosa voz proveniente de las paredes. Era una voz indefinida, neutra, fría, que en tono de mando les ordenó:
Sólo si permanecen aquí, confinados, refugiados en este sórdido departamento, Juanita podrá bajar cada semana con esta tarjeta para extraer dinero de una cuenta eterna y comprar alimento, leche o cualquier otra cosa que pueda mantenerse bajo techo. Si Juana se va con el dinero, la tarjeta de débito desaparecerá y ustedes cuatro morirán de hambre. Esa es mi voluntad. He dicho.
—¿Escucharon? ¿Fue mi imaginación?
—¿O la mía?
—Como sea, ¡es una tarjeta de débito y no una TC! ¿Oyeron eso, güeyes? No es tarjeta de crédito, sino de débito, ¡y además e-teeeeer-na! ¡Juanita, toma, ve por dinero! ¡Te esperamos!
Media hora después, la joven regresó con una dotación de comida y bebida.
—¡La cuenta tiene millones de millones! Sólo puedo sacar de poquito en poquito. ¡Vámonos de aquí, a otro lado!
—¿No escuchaste a la Voz? ¡Tenemos que quedarnos!
«¿Nos vamos a quedar en medio de estas paredes? —pensó Rodrigo Vergulli, preocupado, rascándose la sien hasta hacerla sangrar con la uña—. Ha sido mucha libertad, aunque yo la prefiero...».
Más tarde, al acordarse de su esposa, prefirió su condición actual.
Los ahora sedentarios decidieron permanecer en el departamento para siempre, tal como Dios —¿Dios?— les había ordenado. Entre las incomodidades, además del agua eternamente fría, una de las parejas debía dormir sobre el piso, cuya dureza era amortiguada por un tapete y unos cojines.
—Tendremos que alternar. La cama es muy pequeña.
—Bien. ¿Qué más se puede hacer?
—¡Comprar otra cama!
—¡Pues sí! Juanita: ya oíste. Mañana compras una con la tarjeta esa, y de paso una buena televisión con pantalla grande.
Una vez, Tomás decidió trascender los límites impuestos por la Voz. Se levantó impetuoso, tomó un papel que había dejado la noche anterior sobre la taza del excusado, y se dirigió a sus tres compañeros:
—¡Ey, escuchen!
Las mujeres estaban dormidas. Una de ellas, recogida como un gatito, tenía el pulgar derecho cerca de la boca. La otra roncaba.
—Querido ex Gulliver, abre la ventana, que me asfixio, y luego dame tiempo y espacio para narrarte algunas experiencias en la ciudad. ¡Escucha mis Rapsodias Urbanas y luego enloquece o púdrete! De cualquier forma, todos sabemos que la felicidad está en la cocina.
—¿Y que todo este cuento es invención de la Mamá Hada...? —preguntó Rodrigo mirando hacia arriba, con una sonrisa de resignación y amargura—. Extraño a mi caballo houyhnhm, sobre todo tras este epílogo vulgar y patético a mis «viajes». Aprovechemos que los ronquidos se han calmado. Voy a escuchar tus historias mientras despiertan estas Scherezadas.
*
Transcurrieron meses. Un buen o mal día (depende de cómo lo aprecie el paciente lector), Juana le pidió a Vanessa que salieran un rato al pasillo para platicar. ¡Todo era tan rutinario en el depa! ¿De qué servía tanto dinero en esta tragipatética reclusión? Era tanto el aburrimiento que, una vez en el pasillo, bajo la pálida lámpara del techo, ya pasada la media noche, Juana le reveló un secreto a Vanessa:
—Amiga, yo no siento nada por Tomás, pero sé que tú estás enamorada de Rodri.
—Es verdad y no sé por qué. ¡Es tan feo! No me terminan de gustar ni su nariz de gancho ni sus ojuelos de alcancía ni la coleta que lleva en el pelo. Pero es simpático, el canijo.
—Tal vez porque él inventó tu nombre, Vanessa.
—Puede ser, puede ser... Pensé que lo había inventado un tal Jonathan Swift; me lo dijo Tom hace mucho.
—¿Cuál es la diferencia a estas alturas, ja, ja?
—¿Y qué pasa, Juanita? Noto que te han salido varias canas. Deberías tomar algún suplemento alimenticio.
—Rodrigo te engaña con Tomás, ¿sabes? A mí no me importa porque no siento amor por Tomás ni por ningún moro, aunque se parezca a mí.
—¿Cómo crees? ¿Debo creerte, amiga? ¿No estarás urdiendo algo?
—¿Qué podría urdir y para qué?
—Otro cuento de la Mamá Hada, como los que nos lee Rodrigo. ¿Te acuerdas del de la batalla entre chinos y romanos?
—Son mamadas, ¿no?
—Mira, Juanita —la cogió del escote de la piyama y bajó la voz—, espero que no hayas dejado la llave adentro y que los vecinos no anden de chismosos. Solamente te recuerdo que la otra vez vimos esa película del tal moro.
—¿De qué me hablas? —apartó su mano con suavidad y endureció el rostro moreno.
—Del moro de Venecia, el tal Otelo o como se llame.
—Ah, sí, el morenazo ese. Ya se me había olvidado... Entre Tomás Moro, los moros, el moreno ese de Venecia y los cuentos de la Mamá Hada, ya ni sé qué carajo.
—Bueno, amiguita. Entonces yo soy la Tela y me puedes llamar ¡Oh, Tela! Está bien que sepa tejer, pero Rodri no es ningún Desdémono y ni tú eres ninguna Yaga ni la llaga ni la Llaga con mayúscula, así que yo no me trago lo que me dices y ya no me vengas con...
—No dije que lo fuera, tontita.
—Mejor cúrate la llaga, que los celos y las envidias, como me decía un profe de la primaria, son tipos de discapacidad mental, ja, ja. Igual y a ti te gusta Rodri. Tiene un permanente aliento a ajo. Te lo digo pa' que ¡cuidado! A las vampiresas no les gusta.
—Ya te darás cuenta solita. Metámonos a dormir, niña Vanessa, que me está doliendo un callo.
—Sí, Juaneta. A dormir se ha dicho.
Pero Vanessa no se quedó tranquila y al percibir ciertas actitudes y gestos de Rodrigo Vergulli, se acordó de un relato de Las mil y una noches que hace mucho les contó él mismo, sí, el cuento ese de la vampiresa que manda castrar a un tipejo que se enamoró de ella y despreció el amor de su prima, sí, ese mero. ¿Y si le corta la virilidad a ese cabrón? Podría también comprar una de esas inyecciones que... ¡Vanessa, oh, Tela! ¡Ya basta! ¿Cómo van a tener algo esos dos, si son bien machos? ¡Mejor ya párale a la sugestión y a la fantasía y ve a comer algo! Unas criadillas fritas no te caerían mal. Tú no eres Otela, ¿de acuerdo? Juanita no es Yaga, aunque parezca una llaga abierta, y Vergulli no es Desdémono, aunque parezca mono desdeñado en La Merced, o sea que ¡ya! A comer se ha dicho.
Transcurrieron otros tantos meses. Un buen o mal día (depende de cómo lo aprecie el amable lector), Rodrigo Vergulli se puso a pensar con la vista clavada en la ventana y los oídos atentos al ruido de las calles. Sospechaba que algo ocurría en el cráneo de Vanessa. Al cabo de unos minutos, se dijo:
—Por lo pronto, la mejor historia es el silencio.
*Desdémono en la Merced es un fragmento del libro aún inédito Grandezas de Liliput.
Juan Antonio Rosado
Narrador y ensayista. Autor, entre otras muchas obras, de la novela El cerco, del libro de cuentos El miedo lejano y otras fobias, y de los libros de ensayos El engaño colorido y Avatares literarios en México.
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